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¿Por qué a mi, por que ésto, por qué ahora?, de Robin Norwood - Capítulo 2 (continuación)

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Mensaje  Estrella Vie Ago 28, 2009 10:42 pm

FALTA DE SINCERIDAD Y DISONANCIA
He aquí unos pocos ejemplos de las señales que puede enviar el cuerpo para indicarnos que estamos pasando por alto una fuente de malestar emocional o mental. Una joven llegó al consultorio de la quiropráctica casi imposibilitada de levantar la cabeza, por un dolor agudo que irradiaba por la parte posterior del cuello y ambos hombros. Acababa de hacer una visita a su madre, durante la cual esta debió ser hospitalizada por una afección cardíaca. Este problema se presentó porque, durante la visita de su hija, la mujer olvidó tomar su medicación diaria. La hija describió la situación de este modo. - A veces tengo la sensación de estar cargando a mi madre desde siempre. Es su vida, pero ella no acepta la responsabilidad. Siempre fue así. ¿Y ahora qué debo hacer? ¿Instalarme con ella para cuidar de que tome sus píldoras todos los días? Esta joven había comenzado recientemente a trabajar en algo que le gustaba mucho, además de iniciar un romance promisorio. La perspectiva de tener que cuidar a su madre le resultaba insoportable, tanto como la idea de que la mujer muriera si ella no lo hacía. Tanto la quiropráctica como yo reconocimos que el pesado yugo de dolor en los hombros y el cuello se correspondía perfectamente con su carga emocional. Cuando la ayudamos a reconocer su profundo resentimiento por la indefensión manipulativa de su madre y a aceptar que necesitaba librarla a su propia suerte, el dolor empezó a ceder. Con frecuencia, como en el caso citado, vi que quiropráctica trabajaba para aliviar un estado creado por el cuerpo a fin de alertar al paciente sobre lo intolerable de una situación, ya fuera en el hogar o en el trabajo. Una mujer que padecía últimamente dolores de cabeza y problemas digestivos charlaba en forma despreocupada sobre la siguiente situación: había alquilado un cuarto de su casa a un hombre con el que había mantenido una breve relación amorosa, con la esperanza de mantener el vínculo. Sin embargo, en cuanto él se instaló en la casa no hubo más insinuaciones amorosas. Por el contrario, muy pronto entabló relaciones con otra mujer, con la que sostenía largas conversaciones por teléfono, utilizando el que compartía con su casera, nuestra paciente. Ella calificaba esas llamadas de “groseras” Y “desconsideradas”, pero cuando le preguntamos si estaba enojada y deseaba pedirle que se fuera, nos contestó: “Oh, no, jamás se me ocurriría. Somos personas adultas. ¡Cómo voy a ponerme celosa!”. Recuerdo haber pensado que no me convencía; al parecer, tampoco a su cuerpo, puesto que la aparición de los síntomas coincidía con la nueva relación amorosa del inquilino; además, ella sufría más que nunca durante las primeras horas de la noche, cuando él mantenía sus largos coloquios telefónicos. Sus esfuerzos por no pensar en lo que sucedía ante sus mismas narices, bien podían provocar los dolores de cabeza; por otra parte, históricamente se asocia la vesícula biliar y su secreción de bilis con la envidia y los celos, cosa que podría explicar sus problemas digestivos. A menos que ella prestara atención a las advertencias de su cuerpo y cambiara la situación en que vivía, lo más problema era que sus síntomas se mantuvieran. Es cierto que no toda dolencia física tiene una causa psicológica. Pero muchas sí. Y cuando eso ocurre solemos querer que nos sanen, como Gary y esta mujer: que nos alivien el dolor mediante recursos médicos como las drogas, la cirugía, hipnosis, acupuntura o cualquier otro enfoque, porque no deseamos reconocer que debemos atender la fuente del dolor, profunda y no física. Ignorar o negar esa fuente no física puede equivaler, en último término, a fomentar la aparición de problemas físicos aun más graves. Tal fue el caso de Karen, una mujer que asistía a un taller sobre curación por el campo de energía. Una de las tareas que debimos realizar los participantes era descubrir de qué modo estábamos ignorando señales del cuerpo indicadoras de aspectos faltos de sinceridad de nuestra vida. Otra tarea fue despertar poderes de percepción más elevados, para lograr, en cierto modo, percibir la configuración energética de estas distorsiones. En mis años de estudio yo había tomado conciencia de que percibía dimensiones más sutiles de la realidad. Había aprendido a prestar atención cuando recibía fuertes “golpes” emocionales de un lugar, una persona o un nombre. A veces captaba las energías de los objetos y podía narrar algo relacionado con ellos; la foto de una persona solía abrirme una ventana a su ser interior. De tanto en tanto veía, en el campo energético de una persona, configuraciones y colores indicativos de creencias, sentimientos o conflictos fuertemente arraigados. Al concluir el tiempo compartido, debimos describir lo que habíamos obtenido de esa experiencia. Karen, que tenía algo más de treinta años, estaba por entonces en remisión de un cáncer de garganta. Había pasado años luchando por destacarse como actriz. Durante un período muy inactivo de su carrera, contrajo matrimonio y más adelante, satisfizo al esposo en su deseo de tener hijos. Desde entonces se esforzaba por cumplir con sus trabajos actorales sin desatender a la familia; muchas veces sufría por no poder optar entre su devoción hacia el esposo y los hijos y su gran amor al teatro. En esa oportunidad, en un arrebato de virtud optimista, nos dijo que iba a dejar de actuar para dedicarse al hogar, al esposo y a los hijos, a la felicidad de su familia. Horrorizada, vi la respuesta de su campo energético a lo que estaba diciendo. Mientras hablaba la envolvió un manto verde gris sombrío, denso y pesado. Comprendí con espanto que estaba pronunciando, posiblemente, su sentencia de muerte. Por muy digna de elogio que sonara su decisión de ser una buena madre y esposa, no era la orientación sincera que debía tomar y su cuerpo emotivo lo sabía. Como la energía sigue al pensamiento, ese manto de materia astral se creaba en correspondencia con la restricción que ese plan representaba para ella. Quizá creía no tener alternativa, atrapada como estaba entre la necesidad de llevar una vida respetable y los deseos más profundos de su corazón: actuar en el escenario. Su decisión de anteponer a su familia no era incorrecta, quizá, dado su sistema de valores. Simplemente, no era la más sincera; su campo de energía me mostró lo que en verdad sentía. ¿Qué habría mostrado su campo energético si ella hubiera anunciado, por el contrario, la decisión de seguir a su corazón, fuera adonde fuese? Su aura habría presentado una carga más potente, de colores más intensos. Si bien los conflictos que experimentaba con respecto a su familia no hubieran podido faltar en el aura, Karen habría tenido más energía para enfrentarlos. En cambio se envolvía en el manto de “buena esposa y madre” que, para ella, entrañaba un peligro sofocante. No pretendo saber cuál era la solución para Karen, pero sí sé que la decisión tomada serviría para deprimir su campo energético general y, por lo tanto, su sistema inmunológico, algo que ningún enfermo de cáncer puede permitirse. Aunque pueda parecer que el cuerpo la traicionaba con ese cáncer, ¿no es posible que ella, al ignorar sus verdaderas inclinaciones, estuviera traicionando a su cuerpo?

CÓMO EL CUERPO SIRVE AL ALMA
¿Qué es mejor? ¿Qué Karen se entregue por entero a la actuación? ¿O que renuncie para dedicarse a su familia, aunque su cuerpo corra peligro de no sobrevivir a la decisión? Eso es lo que nos hace la vida, nuestra vida, la que elegimos y diseñamos desde la perspectiva y la sabiduría del alma. Nos planta en un rincón y fija apuestas muy, pero muy altas: vida y muerte, amor y respeto, nuestros amados hijos o la profunda vocación; luego nos obliga a elegir. ¿Y con qué contamos para que nos guíe en nuestra elección? Por una parte está la presión de las normas sociales y las propias, conformadas por la necesidad y los tiempos en que vivimos. Por la otra, nuestro corazón nos exhorta: “Esto por sobre todas las cosas: sé leal a ti mismo”. Esta prueba es la esencia misma de la existencia en el plano terrestre. Estos aprietos y dilemas, que los esoteristas llaman “fuego por fricción”, crean presiones con las cuales pulen nuestros puntos toscos para dejarnos, por fin, puros y brillantes, aunque no necesariamente en el curso de una sola vida. Se trata de un proceso largo, muy largo, y mientras nos encontramos inmersos, rara vez apreciamos sus efectos refinantes. Sólo sabemos que estamos sufriendo y envidiamos a los que no padecen así, pensando que, de algún modo, deben de llevar una vida más correcta y, por lo tanto, reciben más bendiciones. Tanto en lo individual como en lo social, ¿no tendemos acaso a reconocer más crédito espiritual a quienes viven en forma pulcra y ordenada, y los creemos menores que nosotros que luchamos con nuestras diversas aflicciones? Nos acercaríamos más a la verdad de la situación si recordáramos que la vida, en este plano terrestre, es un aula; a medida que uno avanza en la escuela, las tareas se tornan más complicadas. Todos los grados son necesarios para nuestro desarrollo último. Cada uno es un desafío cuando estamos en ese nivel, pero en cuanto lo dominamos debemos pasar al siguiente. Ninguno de nosotros querría permanecer en segundo grado, una vez aprendido todo lo que tenía para enseñar. Por el contrario, abrazamos de buena gana el curso siguiente. Más tarde, en medio de cada nuevo desafío, olvidamos que nosotros mismos lo elegimos así. Tal vez el cuerpo está más en sintonía que nosotros mismos con nuestras elecciones. Se rebela cuando nos alejamos demasiado de lo que nos conviene. Y paga el precio por las tensiones que nuestras elecciones engendran. Al hacer lo que le exigimos y, paradójicamente, aun en sus rebeldías, el cuerpo es el sirviente del alma. Cuando no pude recuperar la movilidad, después de mi operación de rodilla, aprendí una nueva manera de relacionarme con mi cuerpo. Como los ejercicios recomendados no me servían de nada, decidí en cambio tratar mi cuerpo como a un caballo querido: con suavidad, amabilidad y reconfortándolo. Interrumpí todos los tratamientos que me resultaban dolorosos, me liberé del enojo y la impaciencia por el hecho de que mi cuerpo no respondía como yo deseaba y lo toqué sólo con amor. Todo esto requería una disciplina constante, pues yo siempre había contado con él sin darle importancia; muchas veces lo obligaba a hacer mi voluntad, aunque respondiera con dolor. Según adquiría un nuevo respeto y apreciación, tanto por mi cuerpo como por lo que me enseñaba esa lesión, la rodilla comenzó a curar lentamente. En San Francisco, el libro de Kazantzakis, el santo considera el cuerpo físico como un animal de carga que, no obstante, tiene necesidades propias. Cuando leo, su compañero, se avergüenza de admitir que tiene hambre, Francisco lo insta gentilmente a comer: “Alimenta a tu borrico”. Alimenta a tu borrico con la comida adecuada y buen descanso. Trátalo con respeto. Ofrécele amor y gratitud por todos los servicios que te presta. Y no olvides escuchar su sabiduría.
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